SECRETO: LA PIEL QUE HABITO

[En Revista Anfibia, julio 2015]

La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se denominaba Capital Federal por ese entonces. Había empezado a trabajar con mi papa antes de terminar el secundario. Mi viejo pagaba poco y además me tenía que aguantar sus humores, no era un jefe al que podés no darle importancia. Yo había empezado a salir con un chico que a él no le gustaba, así que sus estados de ánimo se complicaban más seguido. Decidí irme a trabajar a otro lado. Seguro me pagarían más, mi viejo era agarrado, me tiraba unos mangos que no me alcanzaban para nada.  El ganaba muy bien, tenía una peletería. Hoy ya es un oficio en franca extinción,  un oficio familiar, que habían heredado por generaciones y había importado de Alemania, su país natal, del que había huido perseguido por su condición de judío. En mí,  parecía encarnarse la promesa de heredar su profesión,  lo que me encargué pronto de desilusionar. Rodeada de nutrias, zorros, conejos, astracanes y otras,  pero con mis bolsillos magros, veía desfilar mujeres que pagaban fortunas para engalanarse y ostentar un status social.
En la década del 80 se había impuesto la modalidad, que aún se conserva, de tercerizar el trabajo, con la contratación de personal eventual a través de agencias de empleo. Estábamos en plena dictadura militar, había muchas empresas de servicios que se instalaban en el país.

Me costó muy poco  conseguir el primer trabajo y después fui cambiando seguido,  no duraba mucho: unos meses.  En esas tantas mudanzas,  fui para hacer un reemplazo en una empresa   norteamericana. Se dedicaban a prestar servicios de catering para fábricas y para las empresas de aviación. Yo trabajaba como secretaria de un equipo de ventas, en donde el jefe era un tipo ostentoso, que mantenía en secreto su filiación peronista y cada tanto se comunicaba con el apoderado del partido peronista.
Una empresa que imponía silencios al personal.

Junto a mi trabajaban otras secretarias y auxiliares.  Allí me crucé con un auxiliar muy eficiente, un hombre que calculo tenía una edad parecida a la de mi padre; también era alemán y que   reconocí como el padre de unas compañeras de escuela primaria de mi hermana. El también advirtió sobre lo familiar del encuentro.  Me costaba creer su apellido español para el marcado acento alemán con el que hablaba castellano. Cabe aclarar que hice la escuela primaria en un pequeño colegio alemán, en donde me destaqué junto con mi hermana, por ser las únicas judías.
Nos tratábamos con respeto, el hombre era un eficiente y cumplidor empleado. En esa empresa de capitales norteamericanos, pero de alcance internacional,  se imponían reglas no formalizadas pero que circulaban a viva voz: no aceptaban personal de procedencia judía. Ya me habían contratado de manera efectiva, y trabajé allí casi dos años, hasta que la empresa entró en crisis. Durante ese tiempo mi pertenencia a la tradición cultural de mis ancestros fue guardada dentro de mi piel y en el silencio más absoluto, con el vértigo que cada tanto me producía la presencia de este individuo que amenazaba mi silencio.  

 

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